viernes, 1 de octubre de 2010

Entendamos a la moralidad como todo el conjunto de normas que se transmiten de manera “hereditaria”, las cuales, buscan una estabilidad o un equilibrio en las relaciones que tienen los sujetos sociales entre ellos mismos. Estas normas carecen de flexibilidad a la hora de considerarse su supuesta aplicación en la vida real, es decir, sostienen un carácter de obligatoriedad en lo que a su práctica se refiere.
Entiéndase que el presente texto intentará encontrar una existente relación entre la práctica de la moralidad y las capacidades individualistas de cada ser humano, haciendo mención de ciertas virtudes “antiéticas” y consideradas dañinas en el terreno de la moral.
En orden prioritario para cada ser humano, o al menos los que, inconciente o concientemente intentan serlo, será siempre su conservación individualista y egocéntrica la cual, a su vez, está oculta bajo una espesa capa de justificaciones o supuestas razones derivadas del ideal comportamiento que la moral propone. Normalmente, casi ningún sujeto cae en la cuenta de que toda acción que realizan y que tiene repercusiones de cualquier índole o magnitud en otro u otros sujetos, es un mero reflejo de esas ansias, justificablemente aceptadas, que tienen con respecto a ese mantenimiento de la reputación que tienen, ya sea, en algunos casos, primaria, y en otros secundaria. Cabe aclarar, que este tipo de personas a las que gusto de referirme como semi-humanos o humanoides, pues adolecen de la inteligencia suficiente como para poder crear sus acciones con base en rasgos egoístas; no darse cuenta de la realidad, y si lo hacen, no niegan esta misma, que, a fin de cuentas, esta negación constituye otro enriquecimiento para lograr un crecimiento individualista, aunque este mismo sea negado por la persona colocada en el mejor rango de moralidad.

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